Tim Duncan se hunde en su silla e intenta ocultar su inmensidad ante un estadio repleto que lo persigue con sus ojos. Como siempre, levanta su mano derecha y saluda. Como antes en el banco de suplentes, como ahora vestido de civil, oye los alaridos y agacha su cabeza, como una forma de demostrar que nadie debería merecer un trato semejante. El deber ser, con Duncan, ha dejado en claro una rigidez absurda y quizás eso haya sido el amor a primera vista que sintió Gregg Popovich por su hijo adoptivo.
Duncan, ahora, mueve sus pupilas hacia este y oeste; un escapista atrapado con cadenas, esperando el instante justo para desaparecer y regresar al ostracismo de los sin luces. La eterna contradicción, el sufrimiento permanente del éxito desmedido en una mente que detesta la exposición. Duncan, el héroe del silencio, escucha cómo lo ensalzan, lo veneran, lo acarician. Lo adoran, como si de una deidad se tratase. Los homenajes deben hacerse en vida, pero Duncan preferiría irse sin todo esto que sucede alrededor. Siente, y no lo puede expresar, que asiste a su propio funeral mientras respira, y el color negro a su alrededor no lo contradice. Dejarás de hacerlo cuando la última bombilla exhale el último suspiro de luz. Y, entonces, habrá sido todo.
Duncan se va del juego siendo el mejor ala-pivote que alguna vez dio este deporte. Por mérito deportivo, el interno de Islas Vírgenes fue todo lo que una franquicia quiere tener de su jugador símbolo. Ha sido exitoso y ganador vistiendo un traje de humildad, responsabilidad y seriedad absurdo para una Liga que valoró, en su etapa de esplendor, el histrionismo, desfachatez e irrespeto de colegas excesivamente inferiores a él.
El adiós a Duncan es la despedida definitiva de la vieja escuela del básquetbol, que entregó conceptos, desde su sede central de San Antonio, que sirvieron para cambiar este deporte para siempre. Duncan pudo irse en 2000 a jugar a Orlando Magic para ser compañero de Grant Hill y Tracy McGrady, hecho que hubiese modificado el mapa de la NBA de manera drástica. Sin embargo, decidió quedarse cuando todo indicaba lo contrario. Hoy, los jugadores cambian de camiseta como de zapatos, producto de una generación de jóvenes que no puede esperar por nada. No importa lo que sea, pero que sea ahora. Duncan es, entonces, la sabiduría, el monje budista que no se inmuta ante pequeñas tempestades, que construye edificios utilizando los ladrillos inequívocos de la paciencia.
Duncan es la fisura de un sistema pre-establecido que exige obligaciones y, como contraprestación, brinda derechos. Duncan no se ríe, no salta, no canta, no baila. Es un muchacho de color que sólo tuvo ritmo en la zona pintada, que no utilizó gafas extrañas, que no se vistió de manera excéntrica, que fue consistente con la matriz monocromática de la franquicia que lo enamoró por y para siempre. Y que, sin embargo, tuvo un respeto desmedido por el básquetbol en todas sus formas. Cada lanzamiento contra el tablero tuvo la elegancia de la pluma sobre el papel: un autógrafo con el balón sobre el corazón de todos los tableros que se pusieron a cuarenta y cinco grados de sus rodillas.
Sin embargo, el valor fundamental de Duncan, la diferencia trascendental con todos los jugadores que se subieron al monte del Olimpo, fue su capacidad de sacrificarse por el bien común. Duncan es la solidaridad y la aceptación en pos del equipo. Todos los entrenadores del mundo saben que la clave está en el equilibrio, el manejo de grupo, el control de los egos. Nadie pone en duda la labor de Pop, pero a decir verdad, con Duncan este hombre se sacó la lotería. El medio es el mensaje: si el líder lo hace, el resto acepta y avanza. El ejemplo, para ser ejemplo, se despierta temprano. Muy temprano.
Quizás sea por esto, y por muchas cosas más, que los ojos están un poco más humedecidos esta noche. Que las palabras, bellas, necesarias, encomiables, no parecen ser suficientes para hablar de su persona y de lo que significó para el juego. Su camiseta brilla en lo alto y parece injusto verla en un rincón, porque los líderes, los verdaderos, siempre están en el centro para dar un paso al frente cuando se necesita, y otro atrás cuando hace falta. Duncan afectó la vida de todos los que lo rodearon. De algún modo, este atleta formó parte de nosotros en cada noche en la que los Spurs salieron a la cancha. De alguna manera, en él descansaron los ideales que perseguimos para ser mejores personas: el esfuerzo como meta de superación, la solidaridad que enriquece al prójimo, la ética para defendernos ante los atropellos, la responsabilidad para entregar el mensaje adecuado, la paciencia de escuchar antes de hablar, la fidelidad que genera pertenencia, la perseverancia de luchar hasta que no quede más nada para decir, aún a riesgo de exponer un legado inquebrantable.
Duncan, el epicentro de la franquicia que destruyó el mensaje de todos para uno para transformarlo en todos para todos, se va por la puerta grande.
La inmortalidad, entonces, es el pedestal de los elegidos.