Muestra MUAC parte de su colección de arte

Carlos Alcocer by-nc-nd

 

La noche del cinco de abril de 1963, el Deportivo Bahía, desaparecido balneario en el kilómetro 58 de la calzada México-Puebla, fue escenario del drama poético “Canto al océano”. Una acción performática del dramaturgo Joaquín Calvo Sotelo, interpretada por el actor Carlos Ancira, seis bailarines y efectos sonoros relacionados con el agua. Un espectáculo para mil personas que, por un momento, imaginaron estar frente al mar y no en una inmensa alberca.

La acción, también con mimos, sirvió de presentación para el mural de cien metros cuadrados hecho por Manuel Felguérez ex profeso para el parque acuático. Una composición con 28 mil conchas de ostión, dos mil conchas nácar y 12 mil 300 de abulón. Delicadas piezas unidas con mil 800 kilos de alambrón sobre ocho toneladas de cemento. “Magnífico, original, precioso y armónico mural que sirvió de pretexto para mostrarlo a atónitos espectadores una tibia noche azul”, escribió el periodista y dramaturgo Armando de Maria y Campos en una reseña publicada en el periódico Novedades.

El mural, que lleva por título el del espectáculo, fue adquirido por el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC), y por primera vez se presentará un fragmento restaurado dentro de una sala de exhibiciones. Son cinco por ocho metros de la obra que inician el recorrido de la exposición Reverberaciones: arte y sonido en las colecciones del MUAC, que se inaugurará el próximo sábado.

“Es, tal vez, la pieza que mejor explica el concepto curatorial de la muestra: el sonido como herramienta de la plástica. No arte sonoro como se entiende en el presente. Sino obras –pintura, escultura, mural, fotografía e instalación– que tienen origen en la sonoridad.”

“Canto al océano” es en sí misma silente, pero detrás de ella se produjo un fenómeno vinculado con la música, la teatralidad y el propio ruido urbano de la época. Ejercicio de experimentación donde la división entre disciplinas se difumina.

Muchos artistas plásticos han adoptado lo silente como parte de sus obras, no sólo los murales de Felguérez que dieron oportunidad al accionismo o el performance, sino otro tipo de formatos como la foto o la pintura en donde evidentemente no se escucha algo, pero resultaron de algún tipo de vinculación con el sonido, ya sea retratando una escena urbana o haciendo homenaje a compositores o como la pintura de Kazuya Sakai donde hace una interpretación de una partitura, él usa el pincel para trasladar la música”, explicó Marco Morales, quien hizo la curaduría en colaboración con Pilar García.

En sala, frente a “Canto al océano”, está también el “Mural de hierro” de Felguérez, un ensamble de chatarra de metal que ocupó en los años 60 el cine Diana. Y ambos enmarcarán el sonido caótico producido por la instalación Veremos cómo todo reverbera, de Carlos Amorales. Tres móviles colgantes con platillos de batería que el espectador puede tocar.

Se trata, explicaron los curadores en entrevista, de un flujo sonoro de 32 artistas y 60 obras que hacen una lectura de cómo lo auditivo se insertó en la plástica en la segunda mitad del siglo XX. Con la generación de creadores de los años 60 que se apropiaron del teatro, del cine, de la música y la literatura para crear pinturas o esculturas. Quienes se alimentaron de las puestas en escena de Alejandro Jodorowsky o Juan José Gurrola.

Para los curadores el sonido es un lenguaje: como instrumento para construir esculturas, herramienta para traducir música en pintura, referente para homenajear compositores o un registro del entorno de la ciudad. Miradas que desarrollan en cuatro núcleos donde se encuentran artistas de todas las generaciones y disciplinas, desde 1961 hasta 2017.

Así en salas se exhiben [Dusk] de la trilogía [Hidden Words] de Erick Meyenberg; la restitución sonora de Monumento a la percusión de los hermanos François y Bernard Baschet; la instalación Máquina telar, de Tania Candiani; el video Gente comportándose como verdaderos animales II de Israel Martínez; Tube-O-Nauts de Felipe Ehrenberg, entre otras.

El trayecto curatorial no es cronológico ni apuesta por la historia, pero sí hace una lectura del desarrollo sonoro, coinciden los curadores. “Reverberaciones nos habla de un sonido con un eco permanente, que está rebotando; asumiendo eso quisimos que todos los trabajos se pudieran ver como los artistas los habían previsto. Es un diseño museográfico que permite la convivencia entre los sonidos y podrían generar un caos, pero al momento de acercarse a cada pieza se entiende de manera individual”, añadió Morales.

Un caos sonoro que emana de esculturas, monitores, proyecciones, registros documentales y fotográficos que manifiestan la aproximación al sonido, e incluso su ausencia. Y entonces se propone una reflexión no sólo del ruido hecho arte sino de la relación entre medios y artistas que caracteriza el arte mexicano de los 60, y que en gran medida dio origen a lo que hoy se entiende por arte sonoro.