Se ha mutilado el cuerpo, se ha desnudado, se ha quedado quieta mientras una persona le apuntaba con una pistola cargada y se ha sentado cientos de horas a mirar desconocidos. Marina Abramovic lleva medio siglo explorando los límites de la performance, y con ello se ha convertido en un artista de referencia y, de paso, en una estrella mediática.
Abramovic, que hoy ha sido galardonada con el Premio Princesa de Asturias de las Artes 2021 por su carrera, lleva medio siglo experimentando con el cuerpo, la mente y reflexionando sobre su relación con el público. Primero con sangre, violencia y fluidos; y, en la última etapa, centrada en la meditación.
Su obra la ha convertido en una estrella para el gran público, una categoría pocas veces reservada para una artista contemporánea, menos aún, siendo mujer. Aunque ella asegura que serlo nunca ha sido un obstáculo porque «el arte no tiene sexo, puede ser bueno o malo, nada más». Antaño le gustaba referirse a si misma como «la abuela del arte de la performance», y desde luego fue una de las pioneras de este género por derecho, pero recientemente reconoció que el apelativo ya no le gustaba: “Lo dije cuando era joven, ahora soy mayor”.
Abramovic prefiere ahora la palabra “guerrera”, y desde luego, su capacidad para reinventarse con el paso del tiempo hace honor a la palabra. Su trabajo le ha convertido en una artista con tantos seguidores entre el gran público, como suspicacias entre la crítica contemporánea.
Sus inicios fueron más que modestos, creció en Belgrado y su infancia no fue fácil. Sus padres fueron guerrilleros yugoslavos comunistas y sus abuelos religiosos, la combinación resultó explosiva para esta joven yugoslava que fue a la Academia de Bellas Artes y que reconoce que al principio quisieron encerrarla por loca.
En una de sus primeras representaciones, en 1974 en una galería de Belgrado (Serbia), colocó un centenar de cosas en una mesa e invitó al público a usarlas con ella de la forma que quisiera. Había plumas y rosas, pero también una pistola con balas y un cuchillo. Seis horas después se marchó del lugar ensangrentada y hecha un mar de lágrimas.
Al principio la gente fue amable, luego ya no tanto. Eso era justo lo que buscaba Abramovic, que ha explorado de manera incansable la relación con el público y lo sigue haciendo hoy en día, a sus 75 años.
Este tipo de trabajos le granjearía un lugar en la historia como pionera del género y cierta fama en los reducidos círculos del arte contemporáneo. Años después llegarían los trabajos con Ulay, su entonces pareja, con los que exploró el ego y la identidad. De aquella época queda la performance que hicieron por su separación: “The Lovers” (1988). Ambos caminaron al encuentro del otro desde dos puntos de la Gran Muralla alejados por 2.500 km, anduvieron durante meses y se encontraron en el medio para decirse adiós. No hay límite entre la vida y el arte para Abramovic y ahí reside gran parte de su éxito.
En solitario ganó más notoriedad. La carta de presentación final para el gran público fue la performance de 2010 en el MoMA, “The artist is present” (El artista está presente). Se sentó ocho horas al día durante tres meses ante el público: la gente hacía colas durante horas para sentarse frente a ella y simplemente mirarle a los ojos.La exposición atrajo a 850.000 visitantes, algo nada desdeñable hasta el momento para un género tradicionalmente considerado como ridículo por el gran público.La exposición que le dedicó el museo neoyorquino repasaba su trayectoria, entre los objetos reunidos se encontraba una camioneta en la que vivió la mayor parte de los diez años que convivió con Ulay. El vehículo la estremecía solo de mirarlo, según reconoció.
Aquel vehículo prueba lo lejos que sus comienzos, difíciles, pobres y en ocasiones, oscuros, están de la Marina Abramovic con el reconocimiento y la fama internacional de ahora, que vive en una casa con forma de estrella en el campo neoyorquino y cuya figura ha adquirido con el tiempo un aura mística, casi religiosa.
La artista ha alcanzado el estrellato y ejerce como tal: se viste con ropa de alta costura, se codea con grandes estrellas del pop como Jay Z y Lady Gaga -ella es en cierto modo una estrella pop- y protagoniza portadas de Vogue. Todo esto no exento de polémica.
“He sido criticada por mi generación, artistas de los 70, y no hay nada más trágico que los artistas de los 70 que siguen haciendo arte de los 70 (…) Me encanta la moda. ¿Quién dice que si tienes lápiz labial rojo y esmalte de uñas no eres un buen artista?», dijo hace unos años en una entrevista a The Guardian. Algunos la consideran una simple provocadora, otros una de las mejores artistas de su generación. La historia decidirá su lugar, aunque ella ya ocupa un lugar en los libros de historia de arte por derecho propio.
Con información de Crónica