El Paricutín, que el próximo mes cumple 73 años, sepultó dos pueblos mexicanos al surgir de las entrañas de la Tierra pero la mitad de una iglesia sobrevivió, convirtiendo el sitio en una intrigante belleza natural.
La leyenda de los lugareños cuenta que un campesino araba la tierra el 20 de febrero de 1943 en una zona cercana a lo que ahora es conocido como el pueblo de Anagahuan, Michoacán (oeste), cuando la tierra repentinamente se abrió para mostrarle un burbujeante río de lava incandescente.
El lugareño corrió despavorido hacia el primer pueblo cercano, que se llamaba Paricutín, alertando a todos los habitantes que hicieron lo mismo con sus vecinos de San Juan Parangaricutiro. No hubo ni un sólo muerto, pero ambos poblados desaparecieron.
Paricutín quedó sepultado bajo 30 metros de lava, y de San Juan Parangaricutiro sólo quedó en pie la fachada, el altar, la torre y el campanario de una iglesia, creando un paisaje escalofriante dominado por la negrura de la lava petrificada.
El volcán Paricutín, rodeado desde entonces de comunidades, en su mayoría indígenas purépechas, creció hasta alcanzar los 423 metros de altura, estuvo activo durante 9 años y su lava se extendió 10 kilómetros a la redonda.
Ascender el volcán es un deleite para alpinistas profesionales y amateurs, aunque éstos últimos descienden por lo regular con las suelas de sus botas derretidas por los respiraderos de vapor que hay en laderas y en los alrededores del cráter.
Hay dos cosas seguras que el aventurado turista se lleva a casa tras visitar el Paricutín, que en purépecha significa «lugar al otro lado»: Una vista regocijada por los paisajes y un buen dolor de huesos por las más de cinco horas a caballo que hay que recorrer.